Era la noche de navidad y en el fondo de la inclusa los niños cantaban villancicos desesperadamente ante el nacimiento que habían improvisado las monjas. Eran las doce, y una monja comenzó a encender las velas rojas, rosas, azules y amarillas con esa lenta prosopopeya con que se encienden las arañas de las iglesias.
En la sala del torno, la monja encargada de esperar, llena de nostalgia veía los nacimientos que vio en su infancia, y tenía los ojos llenos de pequeñas lucecitas. En eso sonó el timbre anunciador de que alguien había abandonado un niño en el torno. Ella volvió el torno y vio aparecer a un recién nacido iluminado por un halo que brotaba de él como el que brota de la luciérnaga. No se atrevió a tocarlo y corrió en busca de la superiora como si fuese a avisarle un incendio.
Volvió con ella y se quedaron igualmente deslumbradas. ¿Quién era aquel hijo del amor que así resplandecía? Algo hacía sospechar la solemnidad de la noche y de la hora, pero por si aquél era un pensamiento sacrílego y todo aquello era obra de Satanás, rechazaron la sorpresa. Se avisó al obispo, y entre todos decidieron ocultar al resplandeciente para evitar el cisma.
viernes, 24 de diciembre de 2010
Navidad, de Ramón Gómez de la Serna
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